domingo, 26 de octubre de 2014

Rebusqueros de uvas y rebuscadores de votos



Tienen alma de señoritos. Lo llevan en la sangre, se les conoce en las trazas y hasta en los andares. “La propiedad es sagrada y un pobre es siempre un ladrón en potencia”, murmuran. Ha cambiado el decorado y la jerga, pero la solidez gremial de los dueños es la misma. Ayer se conjuraban en el casino y lo hacían con el lenguaje brutal del caciquismo. Hoy, el nuevo escenario son las exclusivas urbanizaciones privadas, blindadas por cámaras y vigilantes de seguridad, y se entienden en el universal idioma del individualismo propietario.
Controlaremos el rebusco y protegeremos a los 50.000 agricultores del olivar y viñedo de quienes les roban y lo venden ilegalmente”. Quien así habla es el esténtor que ahora nos toca sufrir a los extremeños, el presidente de la Junta, Don José Antonio Monago Terraza. Lo hace a través del twitter para no correr peligro alguno de anacoluto o contradicción en asunto tan delicado. En la calculada frase enlaza rebusco y robo, indigencia y resquemor, peregrinación de pobres peligrosos y miedo de honrados propietarios. Y se queda tan oreado “el barón rojo” de las tierras extremeñas.
Quieren terminar con el rebusco. Lo tienen meridianamente claro, ellos sí tienen conciencia de clase, sí saben de qué va esta gigantesca crisis-estafa. El año pasado tantearon un decreto repleto de trabas y arbitrismos burocráticos. Pero alguien les advirtió que estaban pisando un terreno pantanoso, que recoger la escoria de la cosecha es una práctica milenaria, puro derecho de costumbres. Entonces eligieron otro camino más sutil, hostigar a los compradores del rebusco, amenazándoles con inspecciones sanitarias y fiscales. Y en esas andan: en la última semana, guardia civil mediante, han cerrado todos los almacenes de la comarca de Barros que, desde hace más de 20 años, se dedicaban a comprar los sobrantes de las cosechas.
No tiene límites su codicia. Prefieren que la uva se pudra en la viña o en el suelo antes de que un jornalero saque cuatro gordas por aquel excedente. “No rebuscarás en tu viña los racimos y granos de uvas caídos, sino que dejarás a los pobres y forasteros que los recojan”, prescribe el Antiguo Testamento (Levítico XIX, 9, 10), amonestando la avaricia de los propietarios y amparando la tradición del rebusco. Pero la verdadera religión de los ricos, reales o imaginados, siempre ha sido el dinero.
Juegan con fuego. Es tan incontinente su ambición que corren el riesgo de despertar el dragón dormido. El acoso contra los rebusqueros saca del armario el cadáver insepulto del latifundio, reabre la cicatriz de la tierra, nunca cerrada en Extremadura. Historiadores como Martin Baumeister y José Antonio Pérez Rubio nos desvelaron la trama genuina de nuestro pasado reciente. La larga resistencia de los campesinos a la conversión de la tierra en simple mercancía, la pugna contra la expropiación de los derechos de aprovechamiento comunales es una de las claves fundamentales de la historia contemporánea de Extremadura. Y ahí, la lucha por el derecho al rebusco es una pieza recurrente. Nuestra historia está salpicada de revueltas obreras por la tierra y la libertad. Baumeister va recorriendo algunas de esas astillas de dignidad. En 1896, centenares de jornaleros marchan a las dehesas de Alconchel para exigir una peseta o una cantidad equivalente en bellotas. En 1897, son procesadas por hurto 91 personas de Villalba de los Barros. En 1916, 200 jornaleros de Fregenal de la Sierra, hacen el escrache de la época ante el edificio de la policía rural contratada por los propietarios agrícolas. En 1917, durante la temporada de aceituna, son denunciados 824 rebusqueros de Villafranca de los Barros. Son apenas algunas esquirlas de la tenaz rebeldía campesina que desembocará en la Reforma Agraria y que el levantamiento militar de 1936 ahogará en sangre. El profesor José Antonio Pérez Rubio escribirá refiriéndose a los años del franquismo: “El mal endémico que recorría los campos de Extremadura era el hurto de productos del campo”. Durante todos estos años, las detenciones y palizas de la Guardia Civil a obreros del campo por el “robo de bellotas” constituyen un cotidiano capítulo de nuestra particular historia de la infamia, grabado a fuego en la memoria de miles de familias campesinas de Extremadura.
Ahora, cuando este relato de bellotas y cerdos, guardias civiles y caciques, parecía definitivamente clausurado, retorna la criminalización del rebusco. Monago y el Gobierno dicen estar muy preocupados con el aumento de robos en el campo, modalidad de delito, por cierto, en la que nuestra región, a tenor de los datos oficiales, ha alcanzado un revelador liderazgo. De la dupla “hurto famélico” parece que les inquieta la primera palabra pero la segunda les trae al pairo.
Y eso es así porque, como ellos saben por experiencia propia, para fabricar un rico hacen falta muchos pobres. Su opulencia depende de la meticulosa organización de la miseria y la incertidumbre. Para acumular de nuevo necesitan desposeer de derechos y seguridades a millones de personas. El intento de eliminar el rebusco es precisamente eso, un mecanismo más de desposesión de los más pobres, el intento de destruir un instrumento de amortiguación de la miseria, por frágil que éste sea. Nos quieren rendidos, despojados de asidero alguno, desnuda mano de obra de usar y tirar. Tal como escribiera Miguel Hernández, quieren al pobre convertido en “fiera hambrienta, encarnizada, sitiada eternamente”. Pero que se lo piensen dos veces. Ya se escribió antes en las paredes: Quien siembra miseria cosecha rabia.




Manuel Cañada, miembro de los Campamentos Dignidad de Extremadura


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